Era un día tan caluroso que hasta las usualmente ruidosas chicharras guardaban silencio, como si evitaran el agotamiento. El sol del mediodía caía a plomo, y sus rayos ardían como agujas sobre la pampa bonaerense. No era el primer día sofocante de aquel verano interminable; hacía semanas que el calor reinaba sin tregua, y cualquier sombra se convertía en un refugio preciado.
El paisano, un baqueano curtido en aquellos parajes, sabía bien que no era sensato enfrentar el sol de lleno a esas horas. Había buscado cobijo en una arboleda, cuyo frescor era un alivio en aquel océano de fuego. Recostado contra el tronco de un árbol, descansaba con los ojos entrecerrados, disfrutando la tranquilidad que ofrecía el lugar.
Un ruido en el camino interrumpió su descanso. Se enderezó despacio y entreabrió un ojo. Un auto, detenido a la orilla del camino, parecía fuera de lugar en aquel paisaje agreste. De él descendió un hombre de traje, claramente citadino, porque nadie en su sano juicio vestiría así bajo aquel sol infernal. Avanzaba a paso decidido hacia la arboleda.
—Buenos días —dijo el hombre, secándose la frente con un pañuelo. —Buenas tardes—respondió el paisano con calma, sabiendo que era pasado ya el mediodía.
El hombre miró a su alrededor, como si de pronto notara el calor abrasador.
—Qué día infernal ¿eh? —exclamó, buscando conversación. —Ajá —asintió el paisano, sin mucho entusiasmo.
—¡Qué suerte tiene de estar acá! Este fresco es un verdadero lujo.
—Sí... —respondió el paisano, dejando que el silencio llenara el espacio.
Tras un rato el hombre continuó:
—¿Sabe? En la ciudad, un lugar como este sería un negocio redondo. La gente pagaría fortunas por un fresquito así.
—¿Ah, sí? —dijo el paisano, mientras lo miraba con curiosidad.
—Claro que sí. Dígame, ¿cuánto vale? —preguntó el hombre de pronto.
El paisano frunció el ceño.
—¿Qué cosa?
—Esto. El aire fresco, la arboleda, la sombra... ¿Cuánto quiere por todo?
El paisano parpadeó, incrédulo.
—Usted debe estar bromeando.
—No, hablo en serio. Yo no bromeo con los negocios. Póngale un precio. Negociemos.
El paisano lo miró como si tuviera frente a él a un extraterrestre.
—¿Cómo le voy a poner precio a la arboleda y al aire fresco?
—Si es suyo, usted puede venderlo.
—Pero no es mío.
El hombre resopló, visiblemente irritado.
—¡Entonces dígalo de entrada! No me haga perder el tiempo.
El paisano respiró hondo, y dijo:
—Escúcheme, hombre. ¿Cómo le voy a poner precio a algo que no se puede poseer? El aire, la sombra, la paz... son de todos y de nadie. No se puede vender lo infinito, lo intangible. No todo en esta vida tiene un precio. No todo se debe monetizar.
El hombre miró al piso durante un largo rato, quizás avergonzado, como reflexionando sobre aquellas palabras.
Levantó la cabeza y dijo:
—¿Me va a decir cuánto vale, sí o no?
El paisano respondió secamente.
—Un millón.
—¿Qué?
—Un millón.
—¿Un millón de pesos?
—No. Un millón de dólares.
El hombre se quedó boquiabierto.
—¿Está loco? ¡Es un robo!
—Ni un dólar menos —dijo el paisano sin pestañear.
—¡Esto es ridículo! ¿Cómo me va a cobrar ese disparate? Además, este fresco y esta sombra yo los encuentro en cualquier otro lado más barato.
El paisano se quedó en silencio, sosteniéndole la mirada al hombre.
Ofendido y frustrado, el hombre se dio media vuelta y regresó al auto. Mientras caminaba, mascullaba entre dientes:
—Ya lo sabía ni bien lo vi, ¡otro cerdo capitalista! Sólo piensa en el dinero.
El paisano lo observó alejarse. Entrecerró los ojos y retomó la siesta en el mismo lugar en donde la había dejado… sabiendo que más tarde o más temprano aparecería un comprador dispuesto a pagar lo que él pidiera.