Dicen que hubo un tiempo —hace siglos— en que las palabras eran criaturas indóciles.
A veces consolaban, a veces herían,
a veces despertaban mundos que nadie había visto antes.
Eran pájaros con alas propias:
el poeta podía soltarlos,
pero nunca controlar hacia dónde volarían.
Para acabar con ese caos, nació la Era Transparente.
Las Naciones Sintácticas, cansadas de guerras nacidas de frases torcidas, crearon un lenguaje de cristal:
el Lenguaje Unívoco Global,
un idioma sin sombra, sin doble fondo, sin grietas.
Cada palabra se volvió un número.
Cada frase, una ecuación.
Cada emoción, una coordenada en un mapa perfecto.
El mundo se volvió una sala sin ecos.
Las personas ya no decían “te quiero”,
porque querer podía significar demasiadas cosas.
En su lugar transmitían:
AFECTO = 0.92
ORIENTACION = "persona"
INTENCION = "bienestar"
Y así, limpio como un cristal recién tallado,
el mensaje llegaba sin heridas,
sin curvas peligrosas,
sin lugar donde perderse.
Los malentendidos se disiparon.
Las discusiones desaparecieron.
El dolor por palabras mal dichas se extinguió.
Pero con ellos desapareció algo más profundo.
Algo que nadie había medido porque no cabía en un algoritmo.
Desaparecieron los silencios significantes.
Desapareció la inútil poesía.
Desapareció el vértigo de decir algo sin saber cómo será recibido.
Desapareció la magia del doble sentido.
Desaparecieron las miradas que decían lo que la boca callaba.
Las almas empezaron a hablar con precisión
pero ya no sabían susurrar.
Fue en ese mundo exacto,
donde se podía hasta declarar por escrito la cantidad de luz que reflejaba la luna,
sin espacio para los equívocos,
donde Élan nació.
No tenía nombre —nadie tenía nombres ya—,
pero él se lo asignó en secreto,
como quien recupera un amuleto
de una civilización perdida.
Élan tenía una anomalía:
la sintaxis perfecta le hacía cosquillas,
y de esas cosquillas nacían palabras
que el sistema no podía traducir.
Un día, entre archivos prohibidos, encontró un libro.
de papel rugoso,
de esos que olían a tiempo detenido.
Era un poema.
Y en él se decía:
“Hay voces que solo se escuchan cuando el alma se inclina.”
Élan no entendió la frase…
pero la sintió.
Y al sentirla, entendió que había encontrado
una grieta en el muro de vidrio del mundo.
Empezó a escribir versos escondidos,
frases con curvas,
palabras que respiraban despacio
como animales nocturnos.
Los demás, al leerlo, sintieron algo extraño:
un latido que no tenía valor numérico,
una luz que no encajaba en ningún protocolo.
Al principio fue miedo.
Después, nostalgia.
Finalmente, deseo.
La poesía volvió como vuelve la lluvia a un paisaje desértico.
Bajó despacio, sin permiso,
y la gente empezó a hablar entre líneas,
a mirarse más largo,
a interpretar sin mapas.
La claridad absoluta comenzó a resquebrajarse.
Y aquello que había sido considerado error
empezó a parecer humano.
Cuando la multitud se reunió bajo la noche sintética,
Élan subió a un balcón y leyó un poema:
“He venido a devolverles la sombra
porque allí descansa el misterio de la luz.
He venido a devolverles las dudas
porque allí anida el encuentro.
He venido a ofrecerles un lenguaje
que no siempre se entiende
pero se siente en lugares sin nombre.”
Ese día —dicen algunos— bajo el influjo del neo-poeta,
la luna volvió a brillar sin que nadie pudiera explicar por qué.
Y con ella volvió
lo que durante siglos había estado exiliado:
la belleza imperfecta,
el temblor de lo incierto,
la música de lo que no encaja,
la humanidad.
Así terminó la Era Transparente.
No con una revolución,
sino con un poema.
Porque la claridad puede salvarnos de los errores,
pero solo el misterio
puede salvarnos del olvido.