Recuerdo que en mi juventud muchas cosas me parecían urgentes, imprescindibles, definitivas. Cada asunto se alzaba como un obstáculo a sortear, cada agravio era un abismo insondable. Sin embargo, el tiempo, que todo lo desgasta y lo suaviza, ha ido borrando los contornos de aquellas preocupaciones. Lo que ayer me pareció insoportable, hoy es un eco difuso. Y si extiendo la mirada más allá de mi propia experiencia personal, noto que esto no es una peculiaridad mía, sino una ley inexorable: todo va a desaparecer, y hasta de las situaciones más horrendas alguien terminará haciendo una comedia.
De vez en cuando me detengo a observar libros o documentales de tiempos remotos: a veces sobre la vastedad de Pangea, otras sobre la majestuosidad de los dinosaurios, o la gloria efímera de Babilonia. Me maravilla pensar que lo que alguna vez fue el centro del mundo ha desaparecido sin dejar más que ruinas dispersas y nombres que apenas significan algo. Los romanos, los griegos, los egipcios, todos se creyeron eternos, y sin embargo, sus reinos han sido tragados por la misma arena que devorará lo nuestro.
En cierta ocasión diserté con un tío que veía en cada terremoto, en cada guerra, en cada plaga, señales inequívocas del fin de los tiempos. Con fervor religioso, aseguraba que el mundo se desmoronaba, que antes todo había sido mejor. Le recordé que nuestros bisabuelos vivieron la Primera Guerra Mundial y que nuestros abuelos presenciaron la Segunda, con su catálogo de horrores inenarrables. ¿Cómo podía afirmar que el pasado había sido un paraíso perdido? No era la historia la que cambiaba, sino nuestra percepción de ella.
"Supongamos que mañana llega el fin del mundo...", le dije con la paciencia de un astrónomo que observa el movimiento de los astros noches eternas, "¿sería diferente si desapareciéramos todos al unísono o si solo murieras vos atropellado por un colectivo? ¿o yo aplastado por un piano?
La muerte es siempre un acto solitario e individual. No hay apoteosis ni tragedia colectiva que la vuelva menos íntima."
A menudo imagino a la muerte, pero no como un acechador implacable, no como un cazador que nos persigue con su guadaña. No... la imagino tranquila, sin prisa, esperando con la serenidad de quien sabe que la victoria es inevitable. Nos espera en un rincón del tiempo, sin necesidad de adelantarse. Y cuando lleguemos a ella, nos recibirá con un vaso de vino (o una jarra de cerveza, según el gusto de cada uno), y me dirá, con un gesto casi amistoso: "Hace tiempo que te espero. ¿Qué te quedaste haciendo?"
Y yo, con una sonrisa fatigada, le responderé: "Me quedé haciendo cosas importantes que ahora ya no tienen ningún valor."
Ella asentirá, como quien confirma una verdad ya sabida. "Te lo dije. Nada de lo que hayas hecho sobrevivirá. Ni tus cuadros, ni tu música, ni tus libros. Tampoco lo que has amado o los paisajes que hayas visto (que también se van a desintegrar). Si se espera lo suficiente, hasta las pirámides de Egipto se convertirán en polvo."
A menudo imagino a la muerte, pero no como un acechador implacable, no como un cazador que nos persigue con su guadaña. No... la imagino tranquila, sin prisa, esperando con la serenidad de quien sabe que la victoria es inevitable. Nos espera en un rincón del tiempo, sin necesidad de adelantarse. Y cuando lleguemos a ella, nos recibirá con un vaso de vino (o una jarra de cerveza, según el gusto de cada uno), y me dirá, con un gesto casi amistoso: "Hace tiempo que te espero. ¿Qué te quedaste haciendo?"
Y yo, con una sonrisa fatigada, le responderé: "Me quedé haciendo cosas importantes que ahora ya no tienen ningún valor."
Ella asentirá, como quien confirma una verdad ya sabida. "Te lo dije. Nada de lo que hayas hecho sobrevivirá. Ni tus cuadros, ni tu música, ni tus libros. Tampoco lo que has amado o los paisajes que hayas visto (que también se van a desintegrar). Si se espera lo suficiente, hasta las pirámides de Egipto se convertirán en polvo."
Tal vez entonces brindemos en silencio, observando el lento e ineludible colapso del universo.
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