Hubo una vez un científico —de esos con bata arrugada y pelo electrizado— que se propuso un objetivo tan antiguo como la humanidad: atrapar a la Muerte. No era un mal científico. Un poco obsesivo, sí. Bastante excéntrico, también. Pero con una pasión que iba más allá de la miseria que le pagaban.
La idea le surgió una noche mientras comía fideos fríos delante del noticiero. “Si pudiera meter a la muerte en una jaula, aunque sea por un rato, le ahorraría al mundo tanto dolor... y, bueno, también me haría famoso, y unos pesos no le vienen mal a un científico, que hoy en día no llega ni a fin de mes.”
Así que trabajó. Vaya si trabajó. Durante años diseñó trampas bioespirituales, jaulas cuánticas, cebos existenciales. Leyó textos egipcios, medievales, y hasta un par de libros de autoayuda (los más peligrosos). Aprendió latín, arameo y programación en Python. Hasta que un día, en un sótano de paredes cubiertas de fórmulas y tazas sucias, lo logró.
La Muerte apareció. O, más bien, cayó. En una caja de cristal irrompible, diseñada para contener cualquier entidad metafísica. Se veía más flaca de lo que él imaginaba, más cansada. Lo miró con resignación, se sentó en un banquito plegable y dijo:
—¿Tanto esfuerzo para esto?
—¡Te atrapé! ¡Cambiaré la historia!
—Claro, claro. Hasta que se corte la luz.
Durante los siguientes días, el mundo colapsó. Nadie moría. Lo que parecía un milagro se volvió una pesadilla: hospitales abarrotados de pacientes inmortales pero agonizantes. La inmortalidad no era necesariamente frenar el envejecimiento, así que los que ya estaban mal, cada vez estaban peor.
El científico, abrumado, fue a ver a la Muerte.
—Tenías razón —dijo, bajando la mirada.
—Te lo dije —respondió ella, mientras hacía origami con papeles de defunción pendientes.
—Sos... la única verdaderamente justa.
—¡Y democrática! —agregó, ofendida por la omisión.
La liberó. Con un suspiro y una reverencia, la Muerte desapareció.
El científico, sin embargo, no se rindió. Días después, volvió a su laboratorio con una nueva misión. En el pizarrón escribió con letras grandes:
"Objetivo: Atrapar algo más difícil que la muerte"
—Esto sí va a ser complicado—murmuró, mientras ajustaba su nuevo prototipo, mucho más elaborado y complejo que el anterior: una jaula hecha de cámaras, llena de promesas incumplidas y licitaciones para amigos.
Durante meses intentó atraer a un espécimen. Puso cebos: micrófonos, flashes, sobres cerrados con dinero. Nada. Las criaturas se escurrían como babosas untadas en discurso. Algunos ni sombra proyectaban. Otros se duplicaban antes de entrar. Uno directamente se volvió ministro mientras él lo perseguía.
Finalmente, una noche, el científico anunció una conferencia de prensa.
—¡He logrado lo imposible! —dijo con los ojos desencajados—. ¡Lo atrapé! ¡Está en la jaula!
Los periodistas, incrédulos, lo siguieron al sótano.
Y ahí estaba. En una caja de vidrio, UN POLÍTICO. Vivo. Real. Sin poder escapar.
El silencio fue total. Hasta que la Muerte, parada al fondo, aplaudió despacio.
—Felicitaciones —dijo—. Ahora sí hiciste historia.
Y luego, riendo por primera vez en siglos, agregó:
—Yo solo soy inevitable... pero atrapar a un político, ¡eso sí es un verdadero milagro!